EL COLOR DEL TIEMPO
Podría uno suponer que el color en una pintura proviene de la percepción inmediata del artista que la realizó. Entiendo que se trata de una hipótesis descriptiva y, por qué no, un tanto restrictiva. Tal vez el color tenga otro arraigo.
Pienso esta cuestión en relación a las pinturas de Bibi Anguio que se expondrán durante el mes de agosto en El gato que pelotea. No más que el interés sobre su obra y su plática generan esta mirada sobre el color y las visualizaciones.
En cuanto al color, me permito considerar que la cuestión de la paleta que utiliza es un poco más antigua de lo que ella supone y que no sólo tiene que ver con su formación universitaria y su mundo cotidiano. La misma puede que provenga del confín de su memoria, de aquellos lugares de la percepción que no se vinculan con la experiencia vital sino con el flujo de otras miradas del ámbito de lo familiar que fueron construyendo en el pasado una manera de ver, de recortar el mundo, de otorgarle color. En uno mismo conviven innumerables espacios experimentados, percibidos por otros que nos precedieron y que llegan al presente como oleajes tardíos, con mayor o menor fuerza, pero con la predisposición de ser parte de nosotros.
El color no debería poder escapar a este devenir. Me refiero a la genealogía, al terruño, en donde, justamente, el origen se vuelve a plantear cada vez y en esa acción pura se trasvasa, se limita, se amputa, se acepta o se oculta entre muchas variantes posibles. El color es parte de ese hilo sensible que nos incluye desde siempre y que al mismo tiempo nos excede. Si pudiéramos rastrear hacia atrás las atmósferas en las que vivieron y murieron nuestros antepasados, con todo lo que eso supone en términos de color y de forma, entenderíamos que nuestras decisiones tienen que ver con un continuo de prescripciones y transgresiones, un flujo que en algunas ocasiones se aproxima al arte y en otras, al crimen, a la abulia o alguna otra superchería que justifique el permanecer.
La pintura de Anguio se vincula por este camino con la Italia marina del tronco materno y el Santiago del Estero del lado paterno. Mar y tierra. Y sin caer en la reiteración, dejo librada esta mirada sobre su obra al recorrido de la misma, en la que los colores llegan a la punta de sus pinceles desde otros arraigos.
La prueba inmediata de esta experiencia se encuentra en sus Techos de City Bell. Aquí, la operación de la memoria se efectúa bajo signos más ágiles, ya que corresponden, en cierta medida, al aquí y ahora. En esta serie, no se trata de dar cuenta de cualquier techo sino de los que podríamos llamar mojones de un entramado más amplio que incluye a muchos de nosotros. Y si la impronta de Santiago del Estero o de Italia implica una expresión individual del color, cuando Anguio trabaja sobre los techos del pueblo en donde muchos nacimos, se sumerge en una paleta colectiva, multiplicadora, que va conformando una especie de columna vertebral de la infancia de tantos otros. Y es en este espacio de visualización en donde lo impersonal del pasado se torna nombre. Podría decirse que cada techo se asocia con un nombre. Vale citar a William Faulkner al respecto:
“Su niñez estaba poblada de nombres; su propio cuerpo era como un salón vacío lleno de ecos de sonoros nombres derrotados; él no era un ser, una persona, era una comunidad” (en Absalón Absalón).
El nombre ligado a un techo tiene mucho que ver con la experiencia pueblerina, en la que una fachada expresa una individualidad reconocible y distintiva, algo que se pierde en el planteo de todo entramado ciudadano. Sabemos que el tiempo opera sobre el espacio en términos de transformación. Ya Balzac supo comenzar varias de sus novelas citando y describiendo una fachada de una casa (de las que ya no había ni habría), como registro indeleble de la destrucción. En relación a este planteo, cuarenta años después, el pueblo de Anguio es otro: las calles, la manera de vivir, de vincularse con los jardines y muchas cosas más han cambiado. Pero algunos de aquellos techos siguen en pie y se obstinan en permanecer asociados a nombres, con todo lo que esto implica. Bibi Anguio, al recortarlos o fragmentarlos, da cuenta de ese desfasaje entre techo y nombre. Pareciera decir que hay algo que no está completo, que una parte del todo está en vías de extinción.
Los techos del pasado, con el color del pasado de muchos, se instalan en esta serie como si todos los nombres estuvieran presentes en la artista y en secreto, o a medias, los dejara librados a la percepción de algunos, aquellos que caminaron por las calles del pueblo como partes de su totalidad. Invita en la elisión a ser parte de la obra, a construirla, a completarla con nuestras voces, con nuestra propia configuración del color.
A veces duelen sus Techos de City Bell. Busco entre ellos el propio, el que debería llevar mi nombre, pero no está. Y sé bien que no está, porque después de haber permanecido en pie por más de setenta años alguien decidió que era conveniente tirarlo abajo. Y sin techo ya no hay nombre. Es ahí en donde la obra de Bibi Anguio nos trasciende.
Nelson Mallach, 2014.